Metáforas visuales en el valor del arte
Me voy a ocupar
principalmente del modo como, en el pasado histórico, se han manejado los
colores y los contornos para provocar una impresión de esos valores lo que
describo como “metáforas visuales de valor”.

En contraste
con este uso de la imágenes como etiquetas, el león ─para seguir con nuestro
ejemplo─ no es un signo de código. La imagen de un león puede usarse en
diferentes contextos, precisamente como cualquier imagen lingüística o visual,
para transmitir ideas muy diferentes. Esto es lo que define lo que podría
llamarse el área de metáfora.


Las metáforas
del lenguaje cotidiano proporcionan un adecuado punto de partida para el
estudio de esas equivalencias, en especial las que “transfieren” cualidades de
una experiencia sensorial a otra.
Desde que
existe la crítica, los críticos han usado metáforas para expresar su aprobación
o desaprobación. Han marcado ciertas combinaciones de colores como “vulgares” o
han exaltado ciertas formas como “dignificadas”, han alabado la “honestidad” de
la paleta de un artista, y han rechazados los efectos “impuros” de otros.
El oro como
símbolo. El uso de lo precioso y resplandeciente como metáfora para lo divino,
desde luego, es casi universal en el arte religioso.
En el arte,
como en la vida, las coordenadas de luz-oscuridad, alto-bajo, se ven a menudo
acompañadas por las bellezas físicas frente a fealdad, no usando los términos
en ningún sentido abstruso, sino simplemente indicando la salud deseable y el
vigor frente a la deformidad y a la ruina.
Cuando en el
siglo XV, Leone Battista Alberti discutió la decoración apropiada para lugares
de adoración, consideró el uso del oro sólo para rechazarlo. Alberti rechaza la
satisfacción del esplendor eterno a favor de algo más “digno”. Valora la pared
blanca no sólo por lo que es, sino por lo que no es. Los propios términos “puro” y “sin adorno” implican ese
elemento de negación.
En una sala de
reunión de inconformistas religiosos, el rechazo del fulgor y el color se hace
en nombre de una religión pura, empujado el factor estético hasta el mismo
borde de la experiencia. La austera simplicidad de un barracón puede
impresionarnos a veces, pero no es eso en lo que pensaba Alberti; pues el
Renacimiento confiaba en que tal renuncia pudiera dirigirse a valores más altos
dentro del reino del arte. No es que
los autores del Renacimiento despreciaran el oro, son que en todas partes
tenían afán por demostrar que el propio arte crea un valor que “es triunfo”
sobre el oro.
En la estricta
sociedad jerárquica de los siglos XVI y XVII, el contraste entre “vulgar” y
“noble” se convierte en una de las principales preocupaciones de los críticos.
Y no es que reconocieran ese contraste como una metáfora. Al contrario. Su
creencia era que ciertas formas o ciertos modos son “realmente” vulgares porque
agradan a los de baja condición, mientras que otros son intrínsecamente nobles,
porque sólo un gusto cultivado puede apreciarlos. Los colores chillones, los
vestidos llamativos, el lenguaje redundante, son un “quebranto del decoro” y
resultan “de mal gusto”.
Desde luego, la
ecuación entre “gusto” y “maneras” está profundamente enraizada en la tradición
de nuestra cultura. Es un hecho histórico que los tabúes sociales suelen
difundirse desde la cumbre hacía abajo. El noble comía con delicadeza cuando
todavía el villano engullía su alimento. Desde luego, idealmente, la contención
de lo “noble” no lo es sólo en la conducta. Como quiera que haya sido la
realidad, lo noble se concibe ante todo y sobre todo como una contención moral,
un control de las pasiones, un dominio de los impulsos.
Ernst H. Gombrich
Fragmentos de Meditaciones sobre un caballo de juguete (1963), Barcelona,
Editorial Seis Barral, S.A., 1967