sábado, 20 de agosto de 2011

El poder de las imágenes



 Las personas se excitan sexualmente cuando contemplan pinturas y esculturas; las rompen, las mutilan, las besan, lloran ante ellas y emprenden viajes para llegar donde están; se sienten calmadas por ellas, emocionadas e incitadas a la revuelta. Con ellas expresan agradecimiento, esperan sentirse elevadas y se transportan hasta los niveles más altos de la empatía y el miedo. Siempre han respondido de estas maneras y aún responden así, en las sociedades que llamamos primitivas y en las sociedades modernas.
Giulio Manzini redactaba su espléndido compendio de información sobre los pintores y la pintura: Considerazioni sulla pintura. Al fina de una discusión bastante técnica sobre la ubicación apropiada de los cuadros, dice los siguiente acerca de la decoración de los dormitorios:

Habrán de colocarse cosas lascivas en las habitaciones privadas, y el padre de familia deberá mantenerlas cubiertas para descubrirlas sólo cuando entre en ellas con su esposa o con alguna otra persona íntima no demasiado remilgada. Igualmente apropiados son los cuadros de temas lascivos para las habitaciones en las que tienen lugar las relaciones sexuales de la pareja, porque el hecho de verlos contribuye a la excitación y a procrear niños hermosos, sanos y encantadores... no porque la imaginación se grabe en el feto, que ella está hecha de un material diferente para el padre y para la madre, sino porque al ver la pintura, cada progenitor imprime en su semilla una constitución similar a la del objeto o la figura vistos... De modo que la vista de objetos y figuras de esta clase, bien hechos y de temperamento adecuado, representados en color, es de gran ayuda en tales ocasiones. No obstante, no han de verlo niños ni mujeres solteras de edad avanzada, así como tampoco personas extrañas ni remilgadas. (Siglo XVII)

Pese a todo el esfuerzo por proporcionar una explicación causal, científica de esta creencia en el poder de los cuadro, a nosotros, tanto la explicación ofrecida como la creencia misma nos parecen improbables, cuando no completamente fantásticas. Sin embargo, cuando nos encontramos ante la idea contrarreformista de que nadie debe tener en modo alguno en su cuarto pinturas de personas cuyo origina no pueda poseer, comenzamos a sentir que quizá la cuestión no sea tan fantástica a pesar de todo.
Pasemos de la alcoba al salón de juegos infantil. La parte cuarta del libro de Giovanni Dominici Regla del governo di cura familiare, trata de la crianza de los hijos. A fin de criar al niño “para Dios”, la primera recomendación de Dominici es tener

pinturas n la casa, de niños santos, de vírgenes niñas, en la que el niño, incluso en edad de llevar pañales, pueda recrearse pensando que son sus iguale, y se sienta atrapado por el parecido, con acciones y signos atractivos para la infancia. Y lo que dijo en punto de los cuadros lo digo también sobre las esculturas. Es bueno tener a la Virgen María con el niño en brazos y con e pajarillo o la granada en una mano. Una buena imagen sería la de Jesús mamando, durmiendo en el regazo de su mare, puesto en pie con elegancia ante ella, o marcando un dobladillo y su madre cosiendo ese dobladillo. Igualmente, puede el niño verse reflejado en San Juan Bautista, vestido con piel de camello, un muchacho que se adentra en el desierto, que juega con los pájaros, chupa las tiernas hojas y duerme en el suelo. No le haría daño ver a Jesús y al Bautista... y a los santos inocentes asesinados, para que entrara en él el miedo a las armas y a los hombres armados. Y del mismo modo han de crecer las niñas viendo las once mil vírgenes, discutiendo, peleando y orando. Me gustaría que viesen a Inés con el cordero, a Cecilia coronada de rosas; a Isabel con muchas rosas, a Catalina con la ruda, y a otras figuras que les inculcaran, con la leche de sus madres, el amor por la virginidad, el amor de Cristo, el odio a los pecados, el desprecio a la vanidad, el alejamientote las malas compañías, y así, respetando a los sanos comenzarían a contemplar el Santo supremo de todos los santos. (1860)

Lo bueno de estas palabras de Dominici es que nos ilustran, con toda la claridad que sería de desear, sobre al menos un buen número de las funciones atribuidas a las imágenes en aquel tiempo. Asimismo, nos recuerdan de manera vívida y directa la necesidad de prestar atención a todos los usos posibles de las imágenes y a todas las imágenes posibles, desde el uso elevado y el arte de las obras maestras, hasta el uso bajo y el arte bajo o popular. Su importancia reside en el hecho de aceptar como incuestionable el poder que ejercen las imágenes.
Está claro que para Dominici ese poder o eficacia de las imágenes se debe a una cierta identificación entre quienes las miran y lo que ellas representan. Además del problema de la identificación, dos cuestiones más han de señalarse en este punto: primera, la incontestable ecuación de pintura con escultura, y segunda, la evidente creencia en que la contemplación conduce primero a la imitación y luego a la elevación espiritual.
Desde la celda del condenado a todo lo largo de la ruta y hasta en la horca misma, se ofrecían a su vista imágenes diversas con la esperanza de que el afligido recibiese, como mínimo, lecciones, solaz y consuelo. Naturalmente, con el tiempo se hizo habitual la presencia de tales imágenes, pero no podemos contentarnos con dejar ahí el problema, como tampoco el de la presencia de cuadros en las alcobas.
Es evidente que las pinturas y las esculturas no hacen ni pueden hacer hoy nada comparable por nosotros. Son abundantes los testimonios históricos y etnográficos acerca del poder de las imágenes. Las pruebas de esa eficacia sólo pueden expresarse en términos de clichés y de convenciones y que cada vez desconocemos más esos clichés y esas convenciones. Aún conservamos algunos, como la creencia de que si un retrato es bueno, sus nos siguen por toda la habitación; en cambio hemos perdido otros, como la creencia de que la imagen pintada de una persona bella y desnuda en el dormitorio mejorará de alguna manera el hijo que concibamos.
Desde los tiempos del Antiguo Testamento, gobernantes y pueblos gobernados en general han intentado desterrar las imágenes y atacado determinados cuadros y esculturas. La gente ha hecho añicos imágenes por razones políticas y por razones teológicas; ha destrozado obras que les provocaban ira o vergüenza; y lo han hecho espontáneamente o porque se les ha incitado a ello. Como es natural, los motivos de tales actos se han estudiado y continúan discutiéndose interminablemente; pero en todos los casos hemos de aceptar que es la imagen, en mayor o menor grado, la que leva al iconoclasta a tales niveles de ira.
Es sorprendente lo aprensivos y timoratos que han demostrado ser los historiadores del arte y de las imágenes a la hora de evaluar las implicaciones que los grandes movimientos iconoclastas podían tener en sus estudios; y aún mas renuentes se han mostrado a aceptar la corriente de antagonismo que se manifiesta en niveles claramente neuróticos, como en los ataques cada vez más numerosos contra cuadros y esculturas en el interior de los museos y en las plazas públicas.
Las imágenes, o lo que representan, pueden provocarnos vergüenza, hostilidad o rabia; pero en modo alguno nos llevarían a actuar con violencia contra ellas; y desde luego no las romperíamos. Todos nos damos cuenta de lo tenue que es la separación entre la conducta del iconoclasta y la conducta “normal”, más controlada.
Entramos en una galería de pintura y, debido a los criterios estéticos que se nos han enseñado para criticar las obras de arte, suprimimos el reconocimiento de los elementos básicos de la cognición y del apetito o el deseo, o sólo los admitimos con dificultad. En ocasiones, es cierto, nos conmovemos hasta las lágrimas, pero el resto de las veces, cuando vemos un cuadro hablamos de él en términos del color, la composición, la expresión y el tratamiento del espacio y del movimiento. Es el hombre culto o el intelectual quien con mayor facilidad responde de esta manera, aun cuando ocasionalmente siente en secreto que su respuesta tiene raíces psicológicas más profundas que preferimos mantener enterradas o que simplemente no podemos desenterrar.
Podemos argüir que la obviedad misma de la cuestión proporciona una evidencia suficiente: es un cuadro de una mujer desnuda y, por tanto, salta a un primer plano la respuesta sexual masculina; es un hermoso cuadro de una mujer desnuda y, por tanto, dado el condicionamiento masculino, la respuesta sexual masculina es primaria.
Hay una multiplicidad de modelos y controles que inevitablemente se presentan a quien trata de analizar la historia y la teoría de la respuesta. Algunas de las preguntas sólo pueden responderse tras una mayor investigación histórica; otras, con la aplicación de de técnicas fenomenológica y psicológicas más elaboradas. Pero todas ellas se basan en el examen de una gama de imágenes lo más amplia posible que incluya tanto las elevadas como las bajas, las que se ajustan a los cánones artísticos y las de todos los días. Sin la imaginería popular, poco puede decirse sobre los efectos probables de la posible respuesta a otras formas de imágenes. Aquí, cuando menos, actuando como historiadores de las imágenes, pueden los historiadores del arte hacer valer sus derechos, ya que utilizan sus viejos conocimientos para evaluar, comparándolos, los estilos de diferentes formas de arte y de imágenes. Ven diferencias y establecen distinciones donde otros no pueden, y luego proceden a juzgar el papel que desempeña el estilo a la hora de provocar determinadas respuestas y conductas.
La historia del arte queda, así, incluida en la historia de las imágenes. La historia de las imágenes ocupa un lugar propio como disciplina central en el estudio de los hombres y las mujeres; la historia del arte persiste, ahora un poco descuidadamente, como una subdivisión de la historia de las culturas.

David Freedberg

El poder de las imágnes (fragmentos)
Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta
Cátedra.

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