Durante un tiempo, a mediados del siglo XIX, el Estado, el público y los críticos creyeron que el arte tenía un sentido y una intención políticos. De ahí que, según este principio, se alentara, reprimiera, odiara y temiera la pintura.
Los artistas fueron muy conscientes de ello. Algunos como Courbet y Daumier, supieron aprovecharse incluso gozar de tal estado de cosas; otros, a remolque de Théophile Gautier, se ampararon tras la noción de el Arte por el Arte, mito creado para contrarrestar la intensa politización del arte. Hubo otros que, como Millet, aceptaron la situación con una sonrisa sardónica; éste, en una carta de 1853, se pregunta si los calcetines que remendaba una de sus jóvenes campesinas no serían condenados por el Gobierno, por juzgar excesiva su “fragancia popular”.
El arte, con relación a los otros sucesos históricos, es autónomo, pero las razones de su autonomía varían. Es cierto que todo tipo de experiencias encuentra una forma y adquiere un sentido, un pensamiento, lenguaje, línea, color, mediante estructuras que nosotros no escogemos libremente porque en cierta medida nos han sido impuestas. Nos guste o no, estas estructuras son para el artista específicamente estéticas; tal como Courbet lo expresó en su Manifiesto de 1855, la tradición artística es el material mismo de la expresión de los individuos. No obstante, existe una diferencia entre el contacto que el artista tiene con la tradición estética y el que establece con el mundo artístico y sus ideologías estéticas. Sin el primer contacto, el arte no existe; en cambio, cuando se debilita el segundo, o se elude totalmente, el arte resultante es a menudo el más grande de todos.
Lo importante es reconocer que el elemento con la historia y sus condicionamientos específicos lo hace el propio artista. La historia social del arte se dispone a descubrir el carácter general de las estructuras que el artista encuentra forzosamente; pero también le interesa localizar las condiciones específicas en que se realiza el encuentro. De qué manera, en cada caso particular, un contenido de la experiencia se vierte en forma, un acontecimiento se traduce en imagen, el tedio se convierte en su representación, la desesperación en spleen (rencor, tristeza, melancolía, animadversión). Estos son los problemas. Problemas que nos fuerzan a regresar a la idea de que el arte es a veces eficaz históricamente.
La realización de una obra de arte es un proceso histórico más entre otros actos, acontecimientos y estructuras; es una serie de acciones en y sobre la historia. Es posible que sólo sea inteligible dentro del contexto de unas estructuras. El material de una obra de arte puede ser ideología, pero el arte trabaja el material; le da una forma nueva, y en determinados momentos esta nueva forma es en sí misma subversiva de la ideóloga.
Si escribiéramos la historia de la vanguardia simplemente en términos de personalidades, reclutamiento, boga, no llegaríamos a ninguna parte. Pasaríamos por alto lo esencial, que el concepto de vanguardia es en sí profundamente ideológico; que el propósito de la vanguardia fue quebrar el unitario conjunto del mundo artístico de París para arrebatarse una identidad transitoria y esencialmente falsa. Porque lo fundamental es la unidad, no las disensiones.
En un mundo como éste, pertenecer a l’avant – garde era simplemente una forma institucionalizada más de seguir el juego. Era una especie de rito de iniciación, con desbrozo de la maleza para introducirse en la selva durante un tiempo y regresar luego al status privilegiado del mundo que habían abandonado.
Dada la situación, la historia verdadera de l’avant - garde es la historia de los que la eludieron, la ignoraron y la rechazaron; es una historia de vidas privadas que se aislaron; las historia de los que escaparon del movimiento vanguardista y del propio París. Esta historia tiene su héroe, Rimbaud, pero también es la base para comprender a muchos otros personajes del siglo, como Stendhal, Géricault, Lautréamont, Van Gogh, Cézanne. Se aplica precisamente a los cuatro artistas más grandes de la mitad del siglo XIX: Millet, Daumier, Courbet y Baudelaire. Todos ellos habían seguido l’avant – garde y sus ideas; todos habían formado parte de ella en determinados momentos o según determinados de ánimo; pero en todos la relación fue variable y ambigua, conflictiva y nunca como algo que se “da por sentado”. El problema no lo resolveremos contando cabezas conocidas, ni ideas compartidas, ni salones visitados. Se han de contar, por supuesto, pero también se ha de medir la distancia a que estos hombres se situaron de París y de sus camarillas. Debemos, además, investigar las condiciones de su distanciamiento, los motivos de su rechazo y fuga, y también de qué manera continuaron dependiendo del mundo del arte y de sus valores. Es necesario distinguir la vanguardia de la bohemia, porque, para empezar, lucharon en bandos diferentes, los bohemios junto a los rebeldes, y l’avant – garde, claro está, en las filas del orden.
Todo lo dicho nos obliga a retroceder al problema del artista y el público. Mi propósito es dar ambigüedad a la relación, dejar de pensar en términos de público como objeto reconocible, con una necesidades que el artista observa y luego rechaza o satisface. Dentro de la obra y durante el proceso de su producción, el público es previsto e imaginado. Es algo inventado por el propio artista en su soledad, aunque con frecuencia contra su voluntad, y nunca exactamente como a él le gustaría. En los mejores retratos es perceptible la tensión entre el modelo como tema y el modelo como público; por ejemplo, en el Retrato de León X, de Rafael, vemos, por un lado, la visión simple y brutal que el pintor tiene del Papa y por otro, la escrupulosidad con que el pintor representa la voluntad del modelo de imponer una imagen determinada de sí mismo.
Para el artista, inventar, confrontar, satisfacer, y desafiar al público forma parte integrante de su acto creativo. Cuando la actitud del artista hacia su público se convierte en una preocupación independiente o de suma importancia, o cuando se convierte en una presencia demasiado fija y concreta, o en un concepto demasiado abstracto e irreal, el arte enferma radicalmente.
Finalmente queda la vieja y conocida cuestión de la historia del arte. La historia del arte es necesaria verla bajo otro aspecto; porque entonces lo que a uno le interesa es tanto las barreras que se interpusieron entre el pintor y su representación, como los elementos favorables a ésta; se estudia la ceguera y la visión.
A veces es difícil alcanzar el equilibrio justo, sobre todo en la historia social del arte. Precisamente porque nos invita a explorar un número de contexto mayor que el habitual, un material más denso que el de la gran tradición, es posible que nos aleje de la “obra en sí”. Sin embargo, la obra en sí puede aparecer en los sitios inesperados y raros; y, una vez descubierta en un lugar nuevo, es muy probable que no vuelva nunca a recobrar su antiguo aspecto.
Hasta el presente, el estudio de la historia del arte del siglo XIX se ha centrado habitualmente en dos temas: el de l’avant – garde, y el del movimiento que se alejó de los asuntos literarios e históricos para realizar un arte de sensaciones puras.
Lo que se requiere, y lo que todo estudio detallado de cualquier época o problema nos señala, es una serie variada y múltiple de puntos de vista:
Primero: el papel dominante del clasicismo en el arte del siglo XIX, no meramente el hecho de que el clasicismo académico continuara dominando en el Salón, sino la tendencia del arte francés hacia una pintura y una escultura profundamente literarias, introspectivas y fantásticas, que se inspiraban en formas y temas antiguos. El realismo se entiende como una reacción contra el temperamento natural del arte francés; y de ahí que sus formas tengan que ser tan extremas, explosivas. De ahí el realismo de Courbet, de ahí el realismo cubista que tuvo que volver a llamar la atención sobre Courbet y considerarlo como su extremista padre fundador, de ahí finalmente, el Dadá. Y de ahí también la reacción, en contra de las tres corrientes, del neoclasicismo.
Segundo: el asentamiento progresivo del individualismo en el arte francés, distinto de la tendencia hacia el arte de las sensaciones absolutas. Courbet creyó que significaba sumergirse en el mundo físico, redescubrir el yo como la otra cara de la materia. El individualismo fue el lugar común de la época, contradictorio, hinchado, a menudo absurdo; pero de una y otra manera la idea de que el arte no era más que la expresión de una individualidad, y que su práctica era el medio de llegar a tan ambiguo objetivo, logró sobrevivir y perdurar.
Tercero: el dilema de ensalzar las nuevas clases dominantes, o de buscar un modo de socavar su poder. Para los artistas el dilema siguió siendo importante; continuaron preguntándose si la vida burguesa era heroica, degradada, o algo intermedio. Su preocupación respondía a una duda que afectaba su sentido de identidad. ¿Tenía uno que ser un artista burgués o tenía uno que imaginarse para ser artista? O quizá convertirse en el artista contestatario, como intentó Courbet.
Cuarto: el problema del arte popular, parte de la crisis general y de la inseguridad de las épocas. En su forma más aguda, en Courbet, en Manet, en Seurat, el problema residía bien en explotar las formas e iconografía populares para revitalizar la cultura de las clases dominantes, bien en intentar una provocativa fusión de las dos, para así destruir el dominio de la segunda.
Quinto: la paulatina desaparición del arte. En un siglo que “liberó las formas creativas del dominio del are”, en el siglo de la fotografía, de la Torre Eiffel , de la Comuna , el fenómeno iconoclasta es totalmente natural. Es un elemento integrante del siglo del realismo.
T.J.Clark
Fragmentos de “Sobre la historia social del arte” en Imagen del pueblo. Gustave Courbet y la Revolución de 1848, Editorial Gustavo Gili
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