El patronazgo en el siglo XVII -
(I)
El Papa Urbano VIII |
El largo pontificado de Urbano VIII, que empezó en 1623, más que señalar el
comienzo de una nueva era, marcó el clímax de una fase intensísima de
patronazgo artístico: fue una tarde soleada, más que un amanecer. Desde treinta
años atrás, por lo menos, la austeridad y las tensiones de la Contrarreforma
venían relajándose bajo la presión del Lugo y la iniciativa. La herejía
intelectual todavía estaba dominada donde ello era posible; nunca, ni antes ni
después, se fomentó tanto la experimentación artística.
Los predecesores inmediatos de Urbano VIII, Pablo V (1605-1621), y, en
menor grado, Gregorio XV (1621-1623), marcaron una pauta que él siguió de buen
grado. La terminación de San Pedro, la construcción y decoración de un gran
palacio y una gran villa, la fundación de una lujosa capilla familiar en alguna
de las iglesias romanas importantes, la protección y enriquecimiento de varias
fundaciones religiosas, la formación, por parte de algún sobrino favorito, de
una galería privada de pintura y escultura: tal era entonces la práctica
general.
Los papas y sus sobrinos no fueron, ni mucho menos, los únicos patronos,
pero al correr el siglo su creciente monopolio de riqueza y poder los convirtió
primero en iniciadores, luego en dictadores de la moda. Este proceso llegó a su
cenit durante el reinado de Urbano VIII, y fue en sí mismo parcialmente
responsable del relativo declive de la variedad y la experimentación.
Según iban accediendo al trono los papas sucesivos, se rodeaban de una
multitud de parientes, amigos y clientes que llovían a Roma de todas partes de
Italia para hacerse con los muchos cargos lucrativos que cambiaban con cada
cambio de gobierno. Estos hombres empezaban inmediatamente a construir
palacios, capillas y galerías de pintura. Como patronos eran muy competitivos,
ansiosos de dar expresión a su riqueza y poder lo más deprisa posible, también
con la intención de molestar a sus rivales. Cuando el papa moría solían caer en
desgracia, y en cualquier caso sus grandes dispendios terminaba súbitamente.
Con el fin de sus ganancias venía el fin de su posición de eminentes patronos.
Roma era un símbolo más que una nación. Los nobles que formaban el séquito
papal seguían considerándose florentinos, romanos o venecianos, antes que
romanos o italianos; y en un momento en que el prestigio de la pintura estaba
en su apogeo, era cuestión de cierta importancia para cualquier cardenal el que
fura capaz de extraer de su ciudad natal algunos pintores de relieve. Los
artistas, naturalmente, sacaban el mayor partido posible de sus oportunidades.
Si estudiamos las carreras de los artistas que vinieron de Bolonia a principios del siglo XVII, percibimos un
esquema muy coherente. Primero el joven pintor, que viviría alojado quizá en un
monasterio, sería descubierto por algún cardenal, que habría sido legado del
papa en su ciudad natal. Por medio de este benefactor, conocería algún prelado
boloñés influyente, que le encargaría un cuadro de altar para su iglesia
titular y decoraciones para su palacio familiar, en el que ahora se instalaría
el artista. Lo primero le aportaría cierto reconocimiento público, lo segundo
le podría en contacto con otros clientes potenciales dentro del círculo de las
amistades del cardenal. Este era, con mucho, el paso más importante. Durante
muchos años, el recién llegado pintor trabajaría casi enteramente para un grupo
limitado de clientes, hasta que el número creciente de sus cuadros de altar le
hubiera consolidado una firme reputación entre un público más amplio y tuviera
las suficientes ganancias y prestigio para establecerse por su cuenta y aceptar
encargos de distintas procedencias. Lograda esta posición, podía afrontar la
muerte de su patrono o un cambio de régimen con cierta serenidad.
Había, en primer lugar, las grandes casas urbanas o de campo, todas la
cuales contenían pinturas y frescos anteriores de los pintores boloñeses. En
segundo lugar, estaban las iglesias. La más importante era, naturalmente, San
Pedro, cuya decoración estaba bajo la supervisión directa del Papa, pero había
muchas otras, sostenidas por ricos cardenales y nobles familias. Pertenecían a
dos clase: las que tenían por titular un cardenal, o contaban con su especial
veneración; y aquellas donde quería ser enterrado. Ambas, sin embargo tenían un
rasgo en común: su antigüedad. Una iglesia titular era, por definición, la que
había pasado de cardenal a cardenal a través de los siglos; y en general los
papas y sus familias, quizá para refutar la acusación de ser nuevos ricos,
prefería enterrarse en las basílicas más antiguas y venerables.
Había, además, otro medio por que un noble podía contribuir al esplendor de
Roma y tener esperanzas de hallar un conveniente lugar de enterramiento para su
familia: podía construir una iglesia enteramente nueva. La demanda era enorme.
Una construcción así, no obstante, lleva un tiempo considerable, y el cálculo
original de los costos suele quedar muy por debajo del resultado final. Es raro
que el hombre que decida construir una iglesia sobreviva para supervisar la
decoración; aún más raro es que sus herederos se tomen el mismo interés que él.
Y así las capillas tienen que cederse a quien esté en disposición de
decorarlas. Pero lo que más interesaba a los grandes cardenales era decorar sus
propias iglesias titulares, palacios familiares o lugares de enterramiento en
las antiguas basílicas.
Francis Haskell
Fragmentos de Patronos
y pintores (1980), “La mecánica del patronazgo en el siglo XVII”, Cátedra,
1984
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