sábado, 30 de julio de 2011

Ernst H. Gombrich



Raíces de la forma artística


Para el Oxford Dictionary, imagen implica que el artista “imita” la “forma externa” del objeto que tiene adelante, y el observador, a su vez, reconoce el “tema” de la obra de arte por su “forma”. Eso es lo que podría llamarse el modo tradicional de entender la representación. Su corolario es que una obra de arte, o bien ha de ser una copia fiel, y aun de hecho, una réplica perfecta, del objeto representado, o bien ha de implicar algún grado de “abstracción”. El artista abstrae “la forma” a partir del objeto que ve. El escultor suele abstraer la forma tridimensional, haciendo abstracción del color; el pintor abstrae contornos y colores, y hace abstracción de la tercera dimensión. La etiqueta de “arte abstracto”, para la creación de formas “puras”, lleva consigo una implicación semejante.
Además, está l milenario problema de los universales, en cuanto aplicado al arte. Su formulación clásica la recibió en las teorías platonizantes de los académicos. “Un pintor de historia”, dice Reynolds, “pinta al hombre en general; un retratista, a un hombre en particular, y por tanto, a un modelo defectivo”. Desde luego, esto es la teoría de la abstracción alicada a un solo problema específico. Lo que implica es que el retrato, siendo copia exacta de “la forma externa” de un hombre, con todos sus “defectos” y “accidentes”, se refiere a la persona individual exactamente como su nombre propio. Sin embargo, el pintor que quiera “elevar su estilo”, desatiende lo particular y “generaliza las formas”. Un cuadro así ya no representa a un hombre determinado, sino más bien el grupo o concepto “hombre”. Esta argumentación tiene una sencillez engañosa, pero supone por lo menos una cosa no probada: que toda imagen de esa índole se refiere necesariamente a algo fuera de sí mismo, sea individuo o grupo. Pero no es necesario dar por supuesto nada de eso cuando señalamos una imagen diciendo: “esto es un hombre”. Hablando estrictamente, esa afirmación puede interpretarse como significando que la misma imagen es un elemento del grupo “hombre”. Y esta interpretación no es tan extravagante como podría parecer. Cuando un niño llama “caballo” a un palo, evidentemente no quiere decir nada de esa índole. El palo no es un signo que significa el concepto “caballo”, ni es un retrato de un caballo individualizado. Por su capacidad para servir como “sustitutivo”, el palo se convierte en caballo por derecho propio.
La idea de que el arte es “creación” más bien que “imitación” resulta bastante familiar. Se ha proclamado en diversas formas, desde la época de Leonardo, que insistió que el pintor es “señor de todas las cosas”, hasta la época de Klee, que quería crear como crea la Naturaleza. Pero las solemnes resonancias del poder metafísico desaparecen cuando dejamos el arte y pasamos a los juguetes. El niño “hace” un tren con unos trozos de madera o con lápiz y papel. Rodeados como estamos de carteles y periódicos que llevan ilustraciones de mercancías o sucesos, encontramos difícil librarnos del prejuicio de que todas las imágenes habrían de “leerse” como referidas a alguna realidad, imaginaria o efectiva. Pero en tiempos recientes nos hemos dado cuenta de qué profundamente malentendemos el arte primitivo o el egipcio en cuanto suponemos que el artista “deforma” su tema o incluso que pretende que veamos en su obra el testimonio de una experiencia específica. En muchos casos, esas imágenes “representan” en sentido de que son substitutivos. El caballo o el criado de barro cocido, enterrados en al tumba de los poderosos, asumen el puesto de los seres vivos. El ídolo asume el puesto del dios. La cuestión de si representa la “forma externa” de esa divinidad determinada o, si a eso vamos, de una clase de demonios, es muy poco apropiada. El ídolo sirve como substitutivo del dios en la veneración y el ritual; es un dios hecho por el hombre, precisamente en el mismo sentido en que un caballo de madera es un caballo hecho por el hombre; seguir preguntando significaría pretender engañarse.
Hay otro malentendido contra el que hay que guardarse. A menudo tratamos instintivamente de salvar nuestra idea de “representación” trasladándola a otro plano. En cuanto no podemos referir la imagen a un motivo del mundo exterior, suponemos que es representación de un motivo del mundo interior del artista.
El terrible monstruo o la cara cómica que podemos garrapatear en nuestro borrador no se proyecta fuera de nuestra mente igual que la pintura sale del tubo, “a presión” como expresión. Claro que cualquier imagen será de algún modo sintomática respecto a quien la produce, pero pensar en ella como fotografía de una realidad preexistente es malentender todo el proceso de la producción de imágenes. 
El “primer” caballo de madera no era probablemente una imagen en absoluto: sólo un palo que se consideraba como un caballo porque uno podía cabalgar en él. El factor común, era la función, más bien que la forma. O, más exactamente, el aspecto formal que cumplía los requerimientos mínimos para realizar la función; pues cualquier objeto “cabalgable” podría servir de caballo.
El “origen del arte” ha dejado de ser un tema popular. Pero el origen del caballo de madera quizá sea un tema lícito de especulación. Supongamos que el poseedor del palo en que cabalgaba orgullosamente por la tierra, en una ocurrencia juguetona o mágica decidió ponerle riendas “de verdad”, y finalmente, incluso, se sintió tentado a “darle” unos ojos junto al extremo de arriba. Un poco de hierba serviría de crines. Así nuestro inventor “tuvo un caballo”. Había hecho uno. Ahora bien, en ese sucesos imaginario hay dos cosas que tienen alguna relación con la idea de las artes figurativas. Una de ellas es que, en contra de lo que se dice a veces, no es preciso que en este proceso intervenga la comunicación. Quizá él no quería enseñarle su caballo a nadie. Sólo le servía como foco para sus fantasías, al andar por ahí galopando; aunque lo más probable es que cumpliera esa misma función para una tribu, ante la cual “representaba” a algún demonio caballar de fertilidad y fuerza. Podemos resumir la moraleja de este cuento diciendo que la substitución puede ser anterior al retratar, y la creación, a la comunicación.
Una “imagen” no es una imitación de la forma externa de un objeto, sino una imitación de ciertos aspectos privilegiados o importantes. El artista que se dispone a representar el mundo visible no se encuentra delante simplemente una mezcolanza neutral de formas que él trata de “imitar”. Sabemos que hay en nuestro mundo ciertas motivaciones privilegiadas a las que respondemos con facilidad casi excesiva. Entre ellas, quizá el rostro humano sea la que más se destaca. Por instinto o por habernos acostumbrado desde muy pronto, siempre estamos dispuestos, con toda certidumbre, a extraer los rasgos expresivos de una cara, sacándolos de entre el caos de sensaciones que la rodean, y a responder con temor o alegría a sus más leves variaciones.
Se necesitaban dos condiciones, pues, para convertir un palo en nuestro caballo de madera: primero, que su forma hiciera al menos posible cabalgar en él; en segundo lugar, que tuviera importancia el cabalgar. El mismo palo que en tal ambiente tenía que representar un caballo, hubiera llegado a ser substitutivo de otra cosa en otro ambiente. Podría haber llegado a ser una espada, un cetro o un fetiche que representara a un cacique muerto. Para el investigador de los estilos, ese descubrimiento de que una misma forma básica puede representar una diversidad de objetos, quizá llegue a ser todavía más significativo. Pues mientras que resulta muy dura de tragar la idea de imágenes realistas deliberadamente sometidas a una “estilización”, en cambio, la idea opuesta, de que hay un limitado vocabulario de formas sencillas utilizado para construir diferentes representaciones, encajaría mucho mejor con lo que sabemos del arte primitivo.
Una vez que nos acostumbramos a la idea de “representación” como un asunto de ida y vuelta enraizado en disposiciones psicológicas, quizá somos capaces de refinar un concepto que se mostrado indispensable para el historiador de arte y que sin embargo es bastante insatisfactorio: el de la “imagen conceptual”. Con tal término aludimos al modo de representación más o menos común a los dibujos infantiles y a diversas formas de arte primitivo y primitivista. La explicación de ese hecho que se ha dado con mayor frecuencia es que el niño (y el primitivo) no dibuja lo que “ve” sino lo que “sabe”.  Hemos de contar con la posibilidad de que un “estilo” sea un conjunto de convenciones resultante de complejas tensiones. La imagen hecha por el hombre debe ser completa. La figurilla del siervo para la tumba debe tener sus dos brazos y sus dos piernas. Pero no debe convertirse en un “doble” en manos del artista. La producción de imágenes está amenazada por peligros. Un golpe en falso, y la rígida máscara del rostro puede asumir una mueca perversa. Sólo la estricta adhesión a las convenciones pueden defender de tales peligros. Y así el arte primitivo parece mantenerse a menudo en ese estrecho borde que queda entre lo inanimado y lo pavoroso. Si el caballo de madera llegase a parecerse demasiado a lo vivo, podría marcharse al galope por su cuenta.
Es fácil exagerar el contraste entre el arte primitivo y el arte “naturalista” o “ilusionista”. Todo arte es “producción de imágenes” y toda producción de imágenes está enraizada en la creación de substitutivos. Incluso el artista de tendencia “ilusionista” tiene que tomar como punto de partida la imagen artificial y “conceptual” de que es convencional hablar. Por extraño que parezca, no puede simplemente “imitar la forma externa de un objeto” sin haber aprendido primero a construir tal forma. Si fuera de otro modo, no serían necesarios los innumerables libros sobre “como se dibuja la figura humana”.
Entonces, ¿cómo habríamos de interpretar la gran divisoria que se extiende a través de la historia del arte, separando las pocas islas de los estilos ilusionistas —Grecia, China y el Renacimiento—, del vasto océano dl arte “conceptual”?
Una diferencia, sin duda, reside en un cambio de función. En cierto modo, ese cambio va implícito en la aparición de la idea de la imagen como “representación” en nuestro sentido moderno de la palabra. Tan pronto como todos entienden que una imagen no necesita existir por su cuenta, que puede referirse a algo fuera de ella misma, y ser, por tanto, el testimonio de una experiencia visual mas bien que la creación de un substitutivo, es posible transgredir con impunidad las reglas básicas del arte primitivo. Una vez que se acepta con todas sus implicaciones esta idea de que la imagen sugiere algo más allá de lo que realmente está ahí, nos vemos obligados a dejar que nuestra imaginación juegue en torno a la imagen.
Así la idea de la imagen como representación de una realidad exterior a ella misma, lleva a una interesante paradoja. Por un lado, nos obliga a referir toda figura y todo objeto mostrado a esa realidad imaginaria a que se “alude”. Esa operación mental sólo puede completarse si la imagen nos permite inferir, además de la “forma externa” de cada objeto, también su tamaño relativo y su posición. Nos lleva a esa “racionalización del espacio” que llamamos perspectiva científica y por la que el plano de la imagen se convierte en una ventana a través de la cual miramos al mundo imaginario creado por el artista para nosotros. 
La paradoja de la situación es que, una vez que se considera la imagen entera como representación de una rebanada de la realidad, se crea un nuevo contexto en que la imagen conceptual desempeña un papel diferente. El trozo vacío así, fácilmente llega a significar luz, aire y atmósfera, y la forma vaga interpreta como envuelta por el aire. Esta confianza en el contexto representacional, dada por la misma convención del marco, es lo que hace posible el desarrollo de métodos impresionistas.
En su nivel más bajo, este método del “velamiento sugerente” es familiar para el arte erótico. Lo que ahí es una grosera explotación de un obvio estímulo biológico, puede tener su paralelismo, por ejemplo en la representación del rostro humano. Leonardo consiguió sus mayores triunfos de expresión en el parecido a la realidad dejando precisamente borrosos los rasgos en que reside la expresión, con lo que nos obligaba a completar el acto de la creación. Rembrandt podía atreverse a dejar en la sombra los ojos de sus retratos más emotivos porque así nos vemos estimulados a suplirlos.
Mi caballo de madera no es arte. En el mejor de los casos, puede interesar a la iconología, esa naciente rama de estudio que es a la crítica de arte lo que la lingüística a la crítica literaria. Si Picasso pasara de la cerámica a los caballos de madera, y enviara los productos de ese capricho a una exposición, los podríamos entender como demostraciones, como símbolos satíricos, como una declaración de fe en las cosas sencillas, o como ironía de sí mismo, pero una cosa le sería negada aún al más grande de los artistas contemporáneos: no podría hacer que el caballo de madera significara para nosotros lo que significó para su primer creador. Ese camino está cerrado por el ángel de la espada flamígera.

Ernst H. Gombrich

Fragmentos de Meditaciones sobre un caballo de juguete (1963), Barcelona, Editorial Seis Barral, S.A., 1967

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